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La sombra de la reina: reyes consortes en la Modernidad

Este artículo es una continuación del que se publicó por el Día de la Mujer de este año (Fernández Guisasola, 2024b). En éste se analizó cómo las mujeres habían podido acceder a algunos tronos, aunque no a todos, y siempre se esperaba que compartieran algunas funciones de gobierno con su marido, especialmente las militares.

Uno de los cambios significativos que se producen en el siglo XVI es una serie de coyunturas que provocan la ascensión de distintas soberanas,  que conlleva una evolución del debate sobre la capacidad de la mujer para gobernar. En este debate también influirá uno de los grandes enfrentamientos del periodo: la disputa entre católicos y reformistas.

Los casos más paradigmáticos tuvieron lugar en las islas británicas. El rey Eduardo VI de Inglaterra era protestante. Su corriente religiosa negaba abiertamente la sucesión a las mujeres como demuestran los escritos de John Knox: 

«Promover a una mujer a que ejerza gobierno, superioridad, dominio o mando sobre cualquier reino, nación o ciudad es repugnante a la naturaleza» (Knox, 2016, p. 122).

En consecuencia, Eduardo hizo un testamento excluyendo a las mujeres, pero en 1553, al encontrarse en su lecho de muerte y no haber otros hombres en la sucesión, tuvo que cambiarlo para permitir la sucesión de su sobrina segunda, Jane Grey (Alford, 2002, p. 172). Los deseos de Eduardo no se cumplieron: Jane terminó encarcelada y ascendió al trono la hermana del rey, María Tudor.

María I fue la primera reina propietaria de Inglaterra. A pesar de haber tenido múltiples pretendientes, la reina permanecía soltera con treinta y tres años. Era necesario que se casase para producir un heredero. El elegido fue Felipe II de España. Como era habitual, se esperaba que el rey consorte tuviera una posición de poder. María se adelantó a los acontecimientos y aprobó un acta que reconocía el derecho de una reina a gobernar como cualquier hombre, es decir, sin depender de su marido (Loach, 1986, p. 96-97).

Estas precauciones fueron acertadas, pues al día siguiente de la boda el rey Felipe intentó hacerse cargo del reinado aludiendo a la presunta falta de experiencia de su esposa (Kelsey, 2012, p. 94). Aunque María retuvo el poder máximo, en todas las representaciones oficiales y artísticas aparecieron como cosoberanos a semejanza de los Reyes Católicos (Francisco Olmos, 2005; Velazco Balaguer, 2023). Cuando María Tudor murió en 1558, fue sucedida por su hermana Isabel, quien optó por permanecer soltera, evitando los problemas que suponía la figura del rey consorte. A cambio, Isabel I tuvo que hacer frente a innumerables pretensiones sobre su sucesión (Robison, 2017).

Los derechos al trono de Isabel I fueron cuestionados por su sobrina segunda, María Estuardo, reina de Escocia. Ésta había subido al trono escocés a los pocos días de recién nacida. Se casó en tres ocasiones diferentes con Francisco II de Francia, Enrique Estuardo y (en los últimos días de su reinado) con James Hepburn. Los dos primeros maridos de María aparecieron en los elementos oficiales, de nuevo de forma muy similar a los Reyes Católicos. Sin embargo, a Enrique Estuardo no le bastaba con los aspectos formales, y quería ejercer el gobierno, esto llevó al enfrentamiento con su esposa, su asesinato y finalmente el derrocamiento de María Estuardo. Finalmente, Isabel de Inglaterra ejecutó a María Estuardo, y los tronos de ambas fueron heredados por Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, hijo de María.

Figura 1. a) Chelín de Felipe II y María Tudor. Fuente. b)  Jetón de Alberto e Isabel Clara. Fuente. c) Medalla de Francisco II de Francia y María Estuardo. Fuente

Una de las pretendientes al trono de Isabel I fue la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II.  También demandó el trono de Francia, al que no podían acceder las mujeres. Al quedarse sin reino, su padre le cedió los Países Bajos con la condición de que casase con su primo, el archiduque Alberto (García Prieto, 2013). En lo formal fueron cosoberanos, como se puede apreciar en sus sellos y monedas, donde se ve una clara influencia de la iconografía de Felipe II y María Tudor, y, por tanto, de los Reyes Católicos (Francisco Olmos, 2005; Velazco Balaguer, 2023); aunque realmente fue Alberto quien se ocupó de casi todas las tareas de gobierno por permisión de la infanta (Duerloo, 2012). A la muerte de éste, Isabel Clara estuvo obligada a devolver los Países Bajos a su sobrino, Felipe IV, y continuó como gobernadora en nombre de este.

En 1632 ascendió al trono sueco la reina Cristina, de cinco años. Era la primera monarca femenina de su reino desde Margarita I (Fernández Guisasola, 2024a). Al igual que Isabel I de Inglaterra, la reina Cristina rehuyó el matrimonio. Es posible que fuera por su orientación sexual, pero también pudo ser para evitar el control de un varón como en el caso de Isabel Tudor. Cuando la presión por su matrimonio fue demasiado fuerte, la reina Cristina tomó la decisión de abdicar y renunció formalmente en 1654 (Allendesalazar, 2009).

De nuevo en Inglaterra, en 1688 triunfó la Revolución Gloriosa que derrocó a Jacobo II. Se proclamaron en su lugar a la hija del rey, María II, y su primo y esposo, Guillermo III. A diferencia del caso de María Tudor, tanto la reina como su marido eran propietarios, es decir, ambos tenían la misma potestad. Prueba de ello es que cuando murió María no sucedió inmediatamente su hermana Ana, sino que Guillermo III siguió reinando en solitario, un poder inusual para alguien que solo era rey por matrimonio (Beem, 2014). En sus sellos y monedas se ve una clara influencia de la iconografía de María Tudor y Felipe II (Francisco Olmos, 2017, 94-99).

Figura  2. a) Sello de María Tudor y Felipe II. b) Sello de María II y Guillermo IIII (Delaroche, Henriquel & Lenormant, 1835, pl. XVII y XXVIII). Fuente

Como Guillermo III murió sin hijos, ascendió al trono la otra hija de Jacobo II, la reina Ana, que unió los reinos de Inglaterra y Escocia en Gran Bretaña. El marido de Ana, el príncipe Jorge de Dinamarca, no recibió título o autoridad alguna por la entronización de su esposa (Beem, 2014). 

Mientras cada vez era más habitual que las mujeres ocupasen tronos europeos, España sufrió un retroceso en los derechos sucesorios de las princesas. En el anterior artículo se explicó cómo en los reinos hispánicos se aceptaba la sucesión femenina a excepción de Aragón. Sin embargo, Felipe V dispuso una nueva norma sucesoria que solo permitía heredar a las mujeres si el rey no tenía parientes varones (Coronas González, 2011, pp. 18-21)

En 1718 sucedió una segunda reina al trono de Suecia, Ulrica Leonor. Sin embargo, no la reconocieron como heredera de su hermano sino como soberana electa por el parlamento, lo que perjudicaba al derecho dinástico. Un año después de subir al trono, abdicó en su marido, Federico de Hesse-Kasse, y pasó a ser reina consorte (Roberts, 2003, pp. 7-8). 

En 1740 llegó a su fin la línea patrilineal de la Casa de Austria. Todos sus territorios fueron heredados por María Teresa, que fue reina de Hungría y Bohemia y archiduquesa de Austria. El único título que no podía recibir era el de emperador del Sacro Imperio, que no era hereditario y estaba reservado para los varones. Eventualmente, el esposo de María Teresa, Leopoldo de Lorena, fue elegido emperador. Aunque técnicamente la reina de Hungría hizo a su marido co-gobernante, en la práctica se limitó a llevar a cabo acciones concretas por encargo de María Teresa o ejercer de regente durante sus embarazos (Beales, 2014). 

Figura 3. Retrato de María Teresa de Austria, Daniel Schmidely. Fuente

Finalmente cabe mencionar el caso de Rusia, ya que durante la mayor parte del siglo XVII estuvo gobernado por mujeres. La muerte de Pedro I supuso una rápida sucesión de parientes, la mayoría mujeres que no tuvieron esposo durante su reinado (Alexander, 1989, pp. 17-20). La última fue Catalina II, que derrocó y presuntamente asesinó a su marido, Pedro III (Madariaga, 1981). Tras la muerte de la emperatriz Catalina, su hijo Pablo, resentido por el intento de su madre de desheredarlo, prohibió que ninguna otra mujer subiera al trono de Rusia (García Pérez, 2023).

En conclusión, durante la Edad Moderna hubo varias reinas propietarias que siguieron enfrentándose al dilema de la necesidad de marido. Sin embargo, algunas consiguieron reinar siendo solteras, rompiendo un tabú imperante, pero enfrentándose a complicadas sucesiones a favor de parientes colaterales. El siglo XVIII supuso un cambio importante, ya que algunas soberanas casadas, Ana de Gran Bretaña y María Teresa de Austria, pudieron estar casadas sin compartir el poder con sus esposos. Sin embargo, algunos reinos, como España, empezaron a poner más impedimentos para la sucesión femenina.

Bibliografía

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