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La Corte rusa en vilo: la sucesión de Catalina la Grande

Catalina II se había convertido en la zarina rusa más poderosa que había tenido Rusia desde la muerte de Pedro el Grande. Por lo menos eso le gustaba pensar a ella. Pero a sus 67 años había algo que conseguía enturbiar sus días. Por nada del mundo podía dejar que su único hijo, el zarevich Pablo, heredase el trono. Había construido un legado demasiado grande y ambicioso como para que aquel patán maníaco, como ella solía verlo, se ciñese la corona imperial. Pero había otra opción. Alejandro, su amado nieto, encarnaba todo lo que jamás habría podido ser su padre. Era amable, atento, inteligente, culto y, sobre todo, fiel a la abuela que lo había criado desde su nacimiento. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Podía saltarse una generación y entronizar a su nieto? ¿Realmente era justo para su hijo? Siendo realistas, ¿qué le importaban a ella los sentimientos de Pablo? Lo que estaba en juego era su gran obra, un imperio que había extendido sus fronteras y se conectaba más que nunca con aquella Europa que ahora llamaba a su soberana la «Grande». 

Figura 1. Retrato de Catalina la Grande. Fuente

La mañana del 5 de noviembre de 1796, Catalina no se levantó a su hora habitual. Cuando su ayuda de cámara acudió a despertarla, la encontró inconsciente en el aseo contiguo al guardarropa. Sin pérdida de tiempo llamó a los médicos. Ya en su cama, la zarina no podía hablar ni moverse. Fue entonces cuando su joven favorito, Platón Zubov, dio órdenes para que enviaran un mensaje al zarevich Pablo: se le esperaba inmediatamente en la capital. Por supuesto, Pablo ignoraba todo lo que estaba ocurriendo en San Petersburgo. Aquel día lo había pasado comiendo con algunos amigos y leales cerca de su residencia, el palacio de Gátchina. De regreso a casa, un mensajero detuvo su trineo. 

La relación entre Pablo y Catalina II había sido siempre difícil, empezando porque nunca había existido un vínculo real entre ambos. La propia Catalina registró en sus memorias que Pablo no era fruto de su matrimonio con el zarevich Pedro (Cruse y Hoogenboom, 2005, p. 15). Cuando Catalina depuso a su esposo en 1762 y se proclamó zarina, su hijo se vio obligado a crecer en una Corte que nunca llegaría a aprobar ni entender. La emperatriz era, además de una gran estadista, una mujer que solía mantener siempre a un amante a su lado. Algunos de ellos la habían acompañado en su camino hacia la gloria. A esto se le sumaban los inquietantes rumores que corrían sobre el asesinato de su padre, lo que convirtió el desprecio de Pablo en un terror casi patológico a ser literalmente eliminado (Kaus, 1984, p. 283). Estos negros sentimientos hacia su madre y sus propias inseguridades construyeron la personalidad del príncipe heredero. Nada de lo que él pensaba o decía se escuchaba en el círculo de la emperatriz. De hecho, Catalina estaba convencida de que era la peor de las opciones posibles como futuro zar. Sin embargo, ahora ella languidecía en su cama y nadie parecía capaz de detenerle para coger con sus manos la corona, ¿o sí?

Hacía ya tiempo que corrían rumores sobre la sucesión. Por ejemplo, se decía que Catalina había preparado un documento que guardaba celosamente en su despacho: en él desheredaba a Pablo y pasaba la corona a Alejandro (Kaus, 1984, p. 351). Algunos afirmaban incluso que tenía pensado anunciarlo el 24 de noviembre de ese año, día de su santo. Pero la zarina había caído en coma tan solo unas semanas antes. Por otro lado, el Gran Duque Alejandro tampoco parecía reaccionar. Mientras vigilaba a cierta distancia los tintes de locura que parecían afectar a su padre, miraba con recelo la presencia de favoritos alrededor de su abuela (Troyat, 1980, p. 12). En estos momentos, las distintas facciones no parecían saber ante quién debían arrodillarse. Rusia había vivido demasiadas revoluciones palaciegas y golpes de Estado, que por supuesto terminaron con zares, zarinas y regentes depuestos –o asesinados–, como para no preocuparse. 

Figura 2. Familia del zarevich Pablo. El joven en el extremo izquierdo es el zarevich Alejandro. Fuente

Pablo llegó al Palacio de Invierno a las 8 de la tarde. Nada más cruzar los corredores, los principales dignatarios le presentaron sus respetos. Entonces padre e hijo se encontraron frente a frente. Para sorpresa de toda la Corte, Alejandro apareció vestido con el uniforme de las tropas de Gátchina, un gesto impensable en tiempos de la regia abuela. De ese modo, el joven príncipe anunciaba que sólo había un portador de la corona y no era él. Ahora tocaba poner las cosas en orden y atar cualquier cabo suelto. Mientras su madre agonizaba, Pablo entró en su despacho privado y empezó a registrar el escritorio y sellar los papeles importantes. Allí, en un pequeño cofre, parecía estar depositado el documento que anunciaba su ruina. Aunque no ha quedado ningún rastro de él, los diplomáticos de la época hicieron comentarios a sus respectivas cortes sobre dicho papel. De hecho, los principales biógrafos de Catalina la Grande suelen coincidir en que seguramente fue destruido (Troyat, 2005, p. 400). Incluso Robert K. Massie, que no lo mencionaba en su biografía sobre la zarina, coincide en que Catalina tenía intención de desheredar a su hijo (Massie, 2012, p. 713). Una cosa estaba clara: ya no había ninguna prueba de las verdaderas intenciones de la emperatriz. 

La mañana del 6 de noviembre de 1796 moría Catalina II y se instauraba, sin ríos de sangre, el reinado de Pablo I, a quien Henri Troyat llamaría en su biografía «el zar que nadie amó» (Troyat, 2004). Alejandro fue el primero en bajar la cabeza y arrodillarse ante su padre. Tras él, lo hicieron todos los demás. En cuanto a Pablo, no perdió demasiado tiempo para iniciar su propia vendetta contra todos los que le habían despreciado en el pasado. Veinticuatro horas después de su acceso al trono, las tropas de Gátchina, siempre leales al nuevo zar y marginadas por Catalina II, entraban en la capital. La vida en San Petersburgo asumía de pronto el aire de un cuartel y cualquier comportamiento «indecoroso» se traducía rápidamente en una orden de prisión. El propio favorito de la zarina, Platón Zubov, se vio premiado con una bellísima mansión y numerosas garantías, pero solo para ser testigo de cómo se le arrebatan sus nuevas posesiones y recibía orden de destierro inmediato. Incluso Catalina fue «castigada»: por orden del zar, sus padres, que tanto se habían odiado en vida, deberían yacer juntos para siempre. Además, Pablo impuso una ley sálica para impedir que las futuras princesas Romanov pudieran convertirse en zarinas. 

El carácter absoluto del cetro imperial y su falta de preparación llevaron a Pablo a construir un reinado díscolo e inestable, que sería criticado por todos en la sombra. De hecho, no iba a durar demasiado. Tan solo cuatro años después de subir al trono, Pablo I sería asesinado durante una revolución palaciega. De ese modo se inauguraba el momento que Catalina la Grande tanto había soñado: el ascenso de Alejandro I .

Paul I of Russia - Wikipedia
Figura 3. Retrato del zar Pablo I. Fuente

Conclusiones

Pablo I ha sido un personaje constantemente ignorado por la historiografía en general. La sombra de su madre y los triunfos de su hijo convirtieron a este zar en una especie de intermedio incómodo. Su trágica muerte durante una insurrección palaciega en marzo de 1801, con su propia familia guardando silencio en un cuarto vecino, incrementó todavía más su leyenda negra. Pero también deben entenderse las circunstancias en las que vivió este hombre atormentado y constantemente acosado por la sombra del asesinato de su padre, los recelos de su madre y una Corte que jamás tuvo interés en entenderle. Quizás esto explique lo poco preparado que parecía estar para dirigir aquel vasto imperio. A fin de cuentas, y como afirman numerosos historiadores, él mismo sabía que su destino nunca había estado del todo claro. 

Bibliografía

Cruse, M. y Hoogenboom, H. (eds.) (2005). The memoirs of Catherine the Great. Modern Library. 

Kaus, Gina (1984). Catalina la Grande, Ed. Juventud. 

Massie, R. K. (2012). Catalina la Grande. Retrato de una mujer. Crítica.

Troyat, H. (1980). Alexander of Russia. The Napoleon’s conqueror. Grove Press.

Troyat, H. (2005). Catalina la Grande. Vergara. 
Troyat, H. (2004). Pablo I: el zar que nadie amó. El Ateneo.

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