Hoy nos adentraremos en el cine del siglo XX, especialmente el desarrollado entre las décadas de los 60 y los 70. Aunque, para ser precisos, lo denominaremos «cine del hombre». No puede ser llamado de otro modo.
Hoy y siempre parece que preferimos denominarlo cine tradicional o cine «de las convenciones». Sin embargo, existía –y existe, con mayor disimulo– un sector dominante dirigiéndolo. Una situación que aseguró por mucho tiempo el destierro de otros tipos de mirada que no fueran la suya propia.
El cine del hombre fue fundado y estructurado por él, quedando, sin remedio, adecuado a su forma de pensar y, por lo tanto, de mirar. Es una producción sistemáticamente condicionada (Berger, 2000).
Pero, ¿cómo es la mirada del hombre?
De acuerdo con Laura Mulvey y Linda Williams, podemos extraer un factor clave: la conducta del voyeur. Una mirada fundada en la libido, enfrascada en la búsqueda de un placer sexual, una excitación que implica la cosificación del Otro (Mulvey, 2001). El sujeto o voyeur se recrea a través del Otro y con su mirada hace de éste el objeto de su deseo (Williams, 1984).
Esta cimentación del cine por y para los hombres cishetero normativos allanó el camino a los roles de género, claramente dicotómicos. El varón, beneficiado por una posición privilegiada, reforzado por el propio contexto sociocultural del patriarcado, ocupó el rol activo. La mujer, que fue entendida como la Otra respecto del hombre (De Beauvoir, 2015), hubo de encarnar el rol pasivo, actuando como su opuesto por antonomasia.
Esto derivó en la consolidación de ciertas ideas por asociación: el que, de forma reiterada, fuera siempre el hombre quien pudiera ejecutar desde una mirada activa su producción cinematográfica –produciendo desde una perspectiva sesgada del mundo– y, por tanto, proyectar sus fantasías en la mujer, desembocó en que ésta siempre desempeñase un papel en calidad de «entretenimiento» –la mujer se vio reducida a un espectáculo digno de ser mirado–. En consecuencia, esta reiteración indujo a asumir lo activo como necesariamente masculino en tanto algo propio del hombre y, por el contrario, lo pasivo como necesariamente femenino en tanto que propio de la mujer.
Sin ser nada de esto remotamente cierto.
La imagen y el discurso del cine se habían asentado con fuerza, haciendo de los cimientos una costumbre difícil de echar abajo. Y es que el hombre ha podido, durante años, tener el control sobre la imagen proyectada de la mujer en las pantallas (Zecchi, 2014).
Para ejemplo de análisis, profundizaremos en la problemática mediante Claude Chabrol y su filme Les bonnes femmes (1960), realizando a posteriori una comparación, entre la que era habitualmente la mirada del hombre y la perspectiva femenina a través de Agnès Varda, directora y coetánea del primero.
Iniciemos reconociendo en la traducción, el matiz definitivamente sarcástico, del título que concedió Claude Chabrol a su película: Las chicas buenas.
Si bien podríamos esperar que la trama principal girase en torno a personajes femeninos, lejos de ser así, todo el protagonismo es otorgado a personajes masculinos, que se servirán de las mujeres como complementos. Además, los papeles a los que se ven relegadas poco tienen que ver con ser ¿buenas? Y es que los únicos adjetivos que pueden ser empleados para describir desde el mayor de los simplismos a cada una de las chicas, son, sin duda, negativos: estúpidas, ingenuas, torpes, ¿malas?
Una ironía vertiginosamente interpretada como el afán de Chabrol por hacer comedia. De hecho, hay quienes incluyen este filme dentro de dicho género -podremos comprobarlo en plataformas de transmisión populares, como Prime Video, o plataformas de bases de datos sobre el cine, como Filmaffinity-. Cuestionable, cuando descubrimos que todo intento por hacer humor se basa en la gracia que pueda hacernos presenciar cómo se violenta, de todas las maneras imaginables, a las chicas. En otras palabras, en esperar que al espectador le resulte gracioso cómo los hombres vejan, controlan, humillan, cosifican y agreden a las jóvenes.
Así como el supuesto pretexto humorístico del filme se revela como una desenfrenada ola de violencia machista completamente gratuita, encontramos que el desarrollo de los personajes femeninos es nulo. Carecen de profundidad. No existe el factor humano. El director reproduce en pantalla una serie de arquetipos estereotipados, donde las chicas actúan como polos opuestos, entre los que podremos ubicar a la chica tímida y recatada (Jacqueline) o a la pecadora y juerguista (Jane). Una constante en el pensamiento patriarcal, que clasifica a las mujeres con contundencia: o eres santa o eres prostituta.
Por otra parte, las diferencias entre las jóvenes no afectarán al hecho de que sean cosificadas. Para ello, Chabrol emplea acercamientos intrusivos, primeros planos que imitan la mirada de un voyeur, tal y como nos la explica Laura Mulvey en Placer visual y cine narrativo. El espectador es transformado en un mirón que se excita contemplándolas. Serán sexualizadas, incluso, durante escenas violentas en las que resulta evidente que ellas no tratan de excitar a nadie (Sangro & Plaza, 2010).
Comentemos el momento que denomino «Dolly Bell» (Figura 2. b), una escena totalmente fuera de lugar sin justificación para la trama. Consiste en una exhibición erótico-festiva de una bella joven rubia, que va desnudándose al ritmo de la música. La única función que cumple es salir para poder ser observada. Como dice Mulvey:
«En su tradicional papel de objeto de exhibición, las mujeres son contempladas y mostradas simultáneamente con una apariencia codificada para producir un impacto visual y erótico tan fuerte, que puede decirse de ellas que connotan para-ser-mirabilidad [to-be-looked-at-ness]. La mujer expuesta como objeto sexual es el leitmotiv del espectáculo erótico: desde las pinups hasta el striptease, […] ella significa el deseo masculino, soporta su mirada y actúa para él.» (Mulvey, 2001, p. 370)
Y continúa:
«[…] la presencia de la mujer es un elemento indispensable del espectáculo en el cine narrativo convencional, aunque su presencia visual tiende a operar en contra del desarrollo del hilo argumental, al congelar el flujo de acción en momentos de contemplación erótica.» (Mulvey, 2001, p. 370)
Resultará sencillo detectar que la película en sí misma es un despliegue del universo masculino, tejido por Chabrol y en que, sin excepción, todo gira alrededor de ellos. Las mujeres son expuestas como cuerpos frágiles, bellos y jóvenes fuera de control. Cuerpos vacíos que anhelan ser reprogramados: la justificación perfecta para que el hombre domine a la mujer.
A través de la existencia femenina, éste se reafirmará a sí mismo encarnando lo opuesto a la «feminidad». Para él, la mujer está en consonancia con lo salvaje y lo misterioso. Dado que la esencia femenina forma parte de la naturaleza, carece de racionalidad (De Beauvoir, 2015). Su proximidad a lo natural hace de ella un ser inferior. Y es desde este enfoque que se gestará la retorcida excusa para el asesinato de Jacqueline.
Chabrol fue capaz de reproducir desde una normalización escalofriante todo un compendio de elementos inherentes a toda sociedad patriarcal. Entre estos, destaca la cultura de la violación y el fenómeno hoy conocido como culpabilizar a la víctima, que en la película destaca en el asesinato: el acosador consigue llevar a Jacqueline al bosque y la asfixia con sus propias manos. Una escena brutal en que, una vez más, se emula la mirada del voyeur. Se sexualiza a Jacqueline en el instante de su muerte, mostrando su rostro en primer primerísimo plano, cuando exhala su último aliento.
Jacqueline es reducida a una chica ingenua que cometió una estupidez imperdonable y, por ello, se precipita hacia lo que «se merece». Su asesinato se convierte en un castigo ejemplarizante, que señala la falta de racionalidad de las mujeres como causa de lo que les suceda. Chabrol consigue que el peligro que suponen la mujer y sus defectos sean erradicados simbólicamente con su muerte. Un desenlace ¿feliz?
Por el contrario, la producción desde una visión femenina en el cine del siglo XX evidenciará el abismo entre las miradas cinematográficas… Una disparidad necesaria que precisamos comparar, para dilucidar cómo se ha construido este mundo.
Sin embargo, lo analizaremos próximamente, en la segunda parte.
Bibliografía
Berger, J. (2000). Modos de ver. GG.
De Beauvoir, S. (2015). El segundo sexo. Cátedra.
M. A. Doane P. Mellencamp y L. Williams (Eds.). (1984). Re-Vision: Essays in Feminist Film Criticism. The American Film Institute.
Mulvey, L. (2001). Placer visual y Cine narrativo. En B. Wallis (ed.), Arte después de la modernidad: nuevos planteamientos en torno a la representación (pp. 365-377). Akal.
Sangro, P., & Plaza, J. F. (Eds.). (2010). La representación de las mujeres en el cine y la televisión contemporáneos. Laertes.
Zecchi, B. (2014). La pantalla sexuada. Cátedra.