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La vida en la cárcel real de Sevilla en el Siglo de Oro

La marginación es, desde el punto de vista histórico y antropológico, un fenómeno apasionante por las dinámicas que se desarrollan entre aquellos que, por diversas razones, son apartados de la sociedad. Un claro ejemplo de comunidad creada por la marginación es aquella formada por las personas encarceladas que son puestos aparte y segregados del contacto social, pasan de la libertad al interior de una institución que tasa cada minuto, objeto e intercambio que establezca con el mundo exterior Cabrera (2002: 83-120). Esto no difiere demasiado de lo que sucedía en la Edad Moderna, una sociedad donde la marginación tenía una fuerte presencia. Todo aquel que por ser mendigo, vagabundo o expósito carecía de lazos familiares o comunitarios era considerado un marginado —que no un pobre (Beunza, 2004: 53-77)—, por lo que la existencia de estas personas ajenas y paralelas al orden social no era extraña. El encarcelamiento era una forma más de marginación y de control social por el que, por sus actos, una persona podía resultar apartada del colectivo, ya fuera con carácter temporal o permanente, y acabar en manos del verdugo. Sin embargo, es debatible que, si bien el preso sale de una comunidad, al ser encarcelado entraba en otra comunidad formada por el resto de reclusos.

Figura 1. Fachada de la Cárcel Real de Sevilla hacia la Calle Sierpes. 1716 Fuente

Gracias al padre Pedro de León, un jesuita que recorrió Andalucía a finales del siglo XVI y comienzos del XVII y que actuó como confesor en la Cárcel Real de Sevilla, tenemos un retrato muy detallado de la marginación en estas tierras. Su obra, Compendio de algunas experiencias de industrias en los ministerios de que usa la Compañía de Jesús con que prácticamente se muestra con algunos acontecimientos y documentos el buen acierto en ellos, es una recopilación escrita de todo aquello que vio en su largo recorrido en el sur de la península.  En su segunda parte habla precisamente de todo lo que vio en la Cárcel Real. Esta era solo una de las siete cárceles de Sevilla, y la única junto con la Cárcel de la Audiencia que se encontraba bajo jurisdicción real (Copete, 1990:105-125). Solamente en esta cárcel solía haber entre 800 y 1000 presos, pero nunca menos de 500 (De León, 2020) repartidos en un espacio de 1667 varas superficiales (1393 m²) (Caro, 1945:309-332). Pero, más allá de las cifras, ¿cómo era la vida en la cárcel?

Para empezar, dependía del nivel adquisitivo del preso. Una mayor capacidad económica y prestigio podían garantizar un trato preferencial por parte de los guardias y del propio alcaide, existiendo la llamada «puerta de oro», previa a las dos grandes rejas de hierro que conducían a la zona menos «lujosa» (dentro de todo lo lujosa que puede ser una cárcel) y por la que pasaban los presos de linaje importante y «bolsa llena». Además, la subsistencia en la cárcel corría de la cuenta del propio preso: existían tiendas en la cárcel que vendían alimentos, papel y otros bienes, arrendadas a vendedores por quince reales al día, y en la que los reclusos podían gastar el dinero que obtenían realizando trabajos remunerados dentro de la propia cárcel como el de bastonero (Caro, 1945:37-85) (una suerte de guardia de seguridad). Por supuesto, la caridad juega también un papel importante en la supervivencia de los presos, que dependían en parte de las donaciones de comida y vestiduras de los sevillanos (León, 2020: 112, 115). 

La percepción que el resto de la población tenía sobre los presos era, hasta cierto punto, contradictoria. Por un lado, los presos eran vistos como un potencial objeto de caridad, pero a la vez eran temidos y considerados impuros hasta por los sacerdotes confesores, que a menudo se negaban a subir las escaleras con ellos por pura repugnancia (De León, 2020: 143,145). Los gritos que se proferían desde la cárcel ayudaban a generar la visión de la cárcel como un sitio tétrico e impuro (Márquez, 1996: 157-170). Sin embargo, Cristóbal de Chaves menciona en su Relación de la Cárcel Real de Sevilla que había un «constante tránsito de visitantes» (Chaves, 1983: 14-15), debido a que las puertas solamente se cerraban por la noche. ¿Quién venía a ver a los presos? Pues sus familiares, quien los tuviera, los religiosos y, sobre todo, las prostitutas que, haciéndose pasar por amigas, tenían encuentros con los presos (De León, 2020: 105-107). 

El ambiente general de la cárcel era un ambiente hipermasculinizado, por encontrarse las mujeres separadas en una cárcel aparte (De León, 2020: 201), y muy violento. Esto último es reflejo de una sociedad mucho más violenta que la actual, en la que el atropello moral o físico a la propia persona puede venir de cualquier lado (Sánchez-Cid, 2011: 37). En la cárcel se daban ambos tipos de violencia con pasmosa frecuencia. El ejemplo más impactante de violencia verbal es una anécdota que cuenta De León sobre un tal Francisco, al cual iban a ejecutar, y que se dedicó a increpar a todos los presentes aumentando en la gravedad e intensidad de los insultos hasta afirmar que iba a dar «al cabrón de Buenrostro un cristazo que le rompa la cabeza» (De León, 2020: 157) con el crucifijo que portaría el día de su ejecución. Por seguridad, el día de la sentencia se asignó a Buenrostro a vigilar otra puerta (De León, 2020: 157).

La violencia física era también usual, y frecuentemente iba ligada a los juegos y diversiones que se llevaban a cabo en la cárcel. Había juegos que consistían en ejercer la violencia por ejercerla, de forma muy similar a los niños de la secundaria que juegan a darse collejas. Ejemplo de esto es La Culebra, un juego en el que se apagan todas las velas y se persigue a otros presos con una soga recia, azotándolos al grito de «¡Que viene la culebra!» (De León, 2020: 110), o La Palomita, que era simple y llanamente colocar un papelito entre los dedos de un preso dormido y prenderle fuego para que se despertara con la quemadura (De León, 2020: 110). También había violencia derivada de partidas de naipes y otros juegos de azar, y peleas en el patio que parecían surgir de la nada y tan pronto como empezaban terminaban, dejando a presos heridos con las armas blancas que las prostitutas introducían de contrabando en la cárcel (De León, 2020: 108). No hablamos de simples navajas: los presos tenían a su alcance dagas, cuchillos e incluso espadas (De León, 2020: 108), lo cual es lógico si tenemos en cuenta que existía un extenso arsenal en manos de la población (Sánchez-Cid, 2011: 38).

Figura 2. La Cárcel Pública de Sevilla en el siglo XVI, corte de la mitad norte del edificio, hoy desaparecido. Fuente.

Sin embargo, esta violencia no impedía que hubiera un cierto sentido de comunidad entre los presos. Era, por ejemplo, muy extraño que hubiera delaciones entre los reclusos, como evidencia el caso del joven que se esconde dentro de la propia cárcel para huir de la justicia en total confianza de que los otros presos no iban a revelar su escondrijo (De León, 2020: 105), o el de los heridos de una pelea de patio que aún teniendo «una herida en la que cabe una mano a la altura del riñón» aseguraban que no había pasado nada y que no había culpables (De León, 2020: 206). Tampoco era extraña la cooperación entre presos para tratar de conseguir la libertad. En una ocasión un grupo de presos, confraternizando con los guardias (algo que no debía ser extraño, por lo que menciona De León), cogió la llave de la puerta y la presionó sobre una tablilla de cera disimuladamente. Otro preso hizo llegar la tablilla de cera, que era un negativo perfecto de la llave, a un cerrajero, para conseguir una copia de la llave y poder así escapar (De León, 2020: 202).

A modo de conclusión, me gustaría destacar que el hecho de que la comunidad carcelaria, aunque era profundamente violenta, no dejaba de ser eso: una comunidad. No se puede decir que los presos supieran que eran parte de un colectivo marginado, pero sí sabían que todos ellos estaban en una situación poco favorable. Eran infractores de la ley, pero aún así respetaban las leyes no escritas de la comunidad en la que ingresaban al ser encarcelados, y se integraban dentro de los horarios y rituales del nuevo mundo al que pasaban a pertenecer. 

BIBLIOGRAFÍA

  • Beunza, J. M. I. (2004). El entramado social y político. In Historia de España en la Edad Moderna (pp. 53-77). Ariel.
  • Cabrera, P. J. (2002). Cárcel y exclusión. Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos sociales35, 83-120.
  • Caro, C. P. (1945). La Cárcel Real de Sevilla: Estudio histórico. Archivo hispalense: Revista histórica, literaria y artística, 4(11), 309-332.
  • Caro, C. P. (1945). La Cárcel Real de Sevilla.:(Continuación). Archivo hispalense: Revista histórica, literaria y artística, 5(12), 37-85.
  • Chaves, C. (1983). Relación de la Cárcel Real de Sevilla. Clásicos El Árbol.
  • De León, P. (2020). La mala vida en la Sevilla de 1600: memorias secretas de un jesuita. Renacimiento.
  • Márquez, T. F. (1996). La Cárcel Real de Sevilla. Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, (9), 157-170.
  • Sánchez-Cid, F. J. (2011). La violencia contra la mujer en la Sevilla del Siglo de Oro (1569-1626). Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.

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