En 1536 Enrique VIII, rey de Inglaterra, perdía a su tercera esposa tras un difícil parto. Jane Seymour le había dado lo que él tanto ansiaba: un heredero varón. Pero a un precio demasiado alto. Ahora el monarca volvía a quedarse viudo, así que las facciones de la Corte empezaron a buscar desesperadamente a potenciales candidatas que llenaran el vacío que había dejado la tan amada reina Seymour. Los Howard, una de las familias más poderosas de Inglaterra, intentaron también moverse a toda prisa. Sin embargo, otros bandos consiguieron adelantarse y presentaron a Enrique una potencial sucesora: Ana de Cleves. El rey parecía fascinado con su retrato, así que cualquier otra opción quedó descartada. Los Howard tendrían que conformarse con buscar en su propia familia a muchachas que pudieran convertirse en damas de la nueva reina. Fue entonces cuando se pensó en Katherine Howard.
Lejos de la Corte y de los grandes escenarios de poder, en una mansión rústica situada en Lambeth, una anciana duquesa de los Howard regentaba una casa donde criaba a hijas de aristócratas empobrecidos y que no tenían recursos para mantenerlas. La joven Katherine fue una entre las numerosas niñas que vivían en aquella casa sin referentes paternos y rodeadas de un ambiente plagado de travesuras y aventurillas. En el futuro, sería acusada de descubrir demasiado pronto el sexo con Francis Dereham, secretario de la duquesa, y también con su profesor de música, Henry Mannox. Quizás se trataba, más que de encuentros consentidos, de un acoso constante sobre aquellas jóvenes prácticamente desprotegidas. Fuesen ciertos aquellos episodios o no, todo cambió para ella en 1539, cuando Thomas Howard, duque de Norfolk y tío de Katherine, la reclamó en la Corte. Le había conseguido un puesto al servicio de la nueva reina.
De dama a reina de Inglaterra
El nuevo matrimonio real fue un fracaso desde el principio. Ana de Cleves no reunía ni una sola de las cualidades que tanto valoraba el rey Enrique: elegancia, sensualidad y una habilidad natural para desenvolverse en aquella Corte plagada de intrigas. La historiografía moderna suele coincidir en que el problema no estaba tanto en la supuesta fealdad que Enrique se ocupó de proclamar a voz en grito, llegando a tildarla de «yegua de Flandes». Más bien, la cuestión era que Ana provenía de un ducado austero y muy alejado de los juegos de deseo y poder que se vivían en las cortes de París y Londres. Su vestimenta, sus modos e incluso su incapacidad para adaptarse a un rey constantemente enfermo y malhumorado por una pierna que no terminaba de curarse, jugaban en su contra. En estas circunstancias, Katherine Howard intentaba sobrevivir al enrarecido ambiente que se respiraba en el cuarto de la reina. Su apariencia risueña y divertida era un soplo de aire fresco que amenizaba los difíciles momentos que atravesaba la reina Ana.
Curiosamente, o quizás no, terminó llamando también la atención del propio rey. Enrique, comportándose como una especie de niño malcriado y dejándose llevar por un amor adolescente, decidió que había elegido a una nueva reina para él: la cuarta. Sin que aquella niña pudiera siquiera pestañear, los Howard decidieron utilizarla en su beneficio y la forzaron para que sedujera al rey. ¿Pudo amar Katherine a Enrique? Es difícil de creer. Por aquel entonces, este no era ya un galante caballero, estaba continuamente enfermo por aquella putrefacta herida en la pierna, sentía los reveses de la edad, había engordado mucho y su carácter maníaco y desconfiado se estaba tornando ya peligroso. Pero la cuestión era que Katherine no tenía opción alguna para huir de aquel matrimonio, como tampoco la tuvo ninguna de las seis esposas.
Las espinas de la rosa inglesa: el difícil camino de la nueva reina
A sus diecisiete años, Katherine se casaba con un hombre que rozaba ya los cincuenta. No sabía prácticamente nada de los usos y ceremonial que se esperaban de una auténtica reina y su propia familia estaba demasiado ocupada vanagloriándose por la privilegiada situación que ahora vivía como para preocuparse en ayudarla. Aunque disfrutaba organizando bailes y meriendas en sus aposentos, su día a día se mostraba muchas veces monótono y aburrido. De hecho, para soportar mejor su rutina, se apoyó en una de sus damas: lady Jane Bolena, vizcondesa de Rochford. Cuñada de la segunda esposa de Enrique, la caída en desgracia y ejecutada Ana Bolena, lady Jane lo había perdido todo en el pasado y ahora se arropaba en la nueva y joven reina para guiarla en aquella Corte y, obviamente, sacar beneficios personales. Pero si alguien consiguió hacer soportable a Katherine su nueva posición fue un criado del rey. Thomas Culpeper era, entre otras muchas cosas, un joven atractivo y seductor, una especie de adonis que conseguía hacer rejuvenecer al mismísimo Enrique. Es posible que Katherine y Thomas se conocieran siendo ella todavía dama de Ana de Cleves. Pero lo importante es que, jugándose mucho más que su posición, ambos iniciaron un peligroso romance secreto.
Aprovechando un viaje que Enrique organizó hacia York, Katherine y Thomas buscaban cualquier momento para mantener relaciones sexuales a escondidas. En estos encuentros, lady Jane Bolena ejercía su papel de confidente y encubría a los amantes. ¡Qué distinto era Thomas de su anciano y malhumorado esposo! Katherine parecía sentirse arropada en los brazos de aquel muchacho, que en sus cartas no dejaba de mostrarle el amor adolescente que sentía por ella. El problema era que aquel juego de secretos se descontroló demasiado rápido. La llegada a Palacio de Francis Deheram, su supuesto amante de juventud, solicitando un puesto entre el personal de la reina y la rivalidad que empezó a crecer entre este y Culpeper terminaron haciendo público el romance que se vivía en las estancias reales. Como era inevitable, el asunto llegó a oídos de las familias enemigas de los Howard. A fin de cuentas, si caía Katherine, a ella le iba a seguir toda su familia, incluido el duque de Norfolk.
El 23 de noviembre de 1543, un Enrique VIII furioso y casi aturdido ordenó que Katherine y lady Rochford fuesen llevadas a la Torre de Londres para ser interrogadas. Finalmente, la rosa inglesa cayó en la misma «trampa dorada», como lo llamó en su novela Phillippa Gregory, que sus antecesoras. Thomas Culpeper y Francis Deheram fueron torturados y salvajemente ejecutados, terminando sus cabezas en una pica que se colocó en las puertas de Londres. En cuanto a Katherine, se dice que pasó la noche anterior a su muerte practicando el mejor modo de colocar su cabeza en el madero de ejecución. Al día siguiente, la reina caída en desgracia pidió perdón por su traición a la Corona y fue también ejecutada. Pocas horas después la siguió lady Jane Rochford.
Conclusiones
Si algo puede constatarse sobre Katherine Howard es que jamás supo moverse con habilidad en aquella Corte, donde la supervivencia política -y también personal- se había convertido en algo realmente difícil de conseguir. Aunque los historiadores tradicionales se ocuparon de resaltar, sobre todo, sus infidelidades, lo cierto es que esta joven reina fue, como lo serían las seis esposas de Enrique VIII, una víctima en las manos de otros más poderosos, en este caso su propia familia: los Howard.
Bibliografía
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