Tenemos que remontarnos a sociedades históricamente paganas como la egipcia, la griega y la romana para aproximarnos al origen de lo que hoy conocemos como carnavales. Así, esta manifestación se relaciona con el culto a Isis que practicaban en Egipto, los ritos relacionados con Dionisos en el mundo griego o festividades romanas tales como las Bacanales, las Lupercalia o las Saturnalia, siendo esta última la teoría más aceptada. Resulta interesante ver como incluso hoy día la figura de estas divinidades están muy presente en representaciones carnavalescas, como se puede observar en la comparsa Los Borracheras, presentada en el Concurso Oficial de Agrupaciones de Carnaval (COAC) de Cádiz en 2023, cuyo tipo encarna al dios Baco.
Ante el carácter profano que, por tanto, contenía el Carnaval, durante la Edad Media autoridades tanto civiles como eclesiásticas se esfuerzan por vincular la fiesta con la religión cristiana, por ejemplo, haciendo coincidir los ritos carnavalescos con festividades de santos. Esto queda patente en la propia etimología, en tanto que «carnaval» provendría del latín carne levare (Flores Martos, 2001, 30), o del latino-mozárabe carnestolendas, haciendo referencia en ambos casos a «quitar la carne». Esto debe entenderse atendiendo a una doble significación: por un lado, el ayuno de carne, como se extrae literalmente, y por otro, la abstinencia sexual, dos aspectos importantes en el periodo de recogimiento que supone la Cuaresma en el cristianismo. Dado que los ritos carnavalescos se celebran en el tiempo previo a la Cuaresma, la palabra «carnaval» sería entendida como una «advertencia» o recordatorio de la proximidad de la misma. Otro término empleado para denominar a los carnavales, aunque quizá menos conocido, sería «antruejo», que deriva del término latino introitus y significa «entrada», es decir, entrada a la Cuaresma (Merino Quijano, 2014).
A pesar de los intentos de sacralización, el carnaval ha seguido manteniendo un carácter eminentemente profano en el que la gula y la lujuria están muy presentes. Por esta razón, en la Edad Media era habitual que se hiciera alusión a estas celebraciones como «Fiestas de locos» (Prat i Carós, 1993, 286).
La relación entre el Carnaval y la Cuaresma se traduce en la confrontación de dos periodos en los que las actividades, fiestas y comportamientos sociales cambian por completo. Siguiendo un orden cronológico, primero tendría lugar el Carnaval, que supone una etapa de permisividad y libertad moral y ética en la que se rompen las normas y el orden establecidos. Inmediatamente después se inicia la Cuaresma, un periodo de recogimiento y ayuno para el cristianismo que constituye una vuelta a los valores tradicionales. En resumen, se trata de una contraposición entre dos personajes: Don Carnal y Doña Cuaresma (Flores Martos, 2001). Esta confrontación ha sido representada en el arte en diversas ocasiones, como podemos ver en el caso de la literatura con El Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, en su pasaje «De la pelea que ovo Don Carnaval con la Quaresma» (1067-1127); o en la pintura con la obra de Pieter Brueghel el Viejo (Figura 1), donde se muestran a la derecha los valores religiosos cristianos y a la izquierda, las costumbres populares y la moral relajada propia de las fechas carnavalescas.
Si observamos con mayor atención, en la parte inferior de la obra de Brueghel nos encontramos dos cortejos enfrentados, a modo de caricatura de un torneo caballeresco medieval, con los personajes principales a la cabeza. Como hemos comentado, a la izquierda encontramos a Don Carnal, representado como una figura masculina y gorda con un pastel en la cabeza y sentado sobre un tonel de vino mientras dirige hacia al frente una especie de lanza con trozos de carne (pollo, cabeza de cerdo) insertos en ella. Lo sigue su séquito, formado por varios músicos improvisados que visten colores vivos; próximo a él vemos también otros elementos como cartas que nos remiten al azar. Por otro lado, en la derecha aparece Doña Cuaresma como una mujer de aspecto viejo que porta y está rodeada de una serie de alimentos típicos de periodos de ayuno y abstinencia como es el pescado, que enfrenta en una pala a modo de arma, así como el pan, los pretzels, los mejillones o la miel que se puede extraer de la colmena que lleva en la cabeza. Tanto doña Cuaresma como los personajes que arrastran la superficie rodada en la que ésta va sentada visten ropajes que imitan hábitos religiosos.
La tradición general toma en algunos casos un carácter particular y adopta nombres propios. De este modo ocurre en el Carnaval de Cádiz, declarado Bien de Interés Cultural desde 2019 y uno de los más importantes de España, en el que los protagonistas son el dios Momo y la Bruja Piti (Figura 2). Desde un punto de vista iconográfico, podemos establecer relaciones entre con Don Carnal y Doña Cuaresma, respectivamente. En ambos casos estos dos personajes representan la contraposición entre el periodo de excesos e inversión de roles propio del Carnaval y el tiempo de recogimiento que supone la llegada de la Cuaresma. El primero, dios Momo, se representa como un personaje generalmente masculino, pícaro y burlón, caracterizado por dos pequeños cuernos que salen de la cabeza o la parte superior de la frente y que en algunos casos pueden ser interpretados como picos de un sombrero bufón. Por otro lado, la bruja Piti suele aparecer representada como una mujer más bien anciana y con aspecto de bruja.
La dualidad Don Carnal – Doña Cuaresma, encarnada en sus diversas formas, no es la única que se da en el Carnaval. Puede entenderse también como un ritual que marca el cambio de estación, de manera que las actividades carnavalescas supondrían una invocación de la Primavera, asociada a la vida, la revitalidad, la fecundidad y la fertilidad, frente al Invierno, asociado al letargo y la muerte. Así, el Carnaval se convertiría en una «Alegoría del espíritu de la abundancia» que encarna la Primavera, y se le dota de unas connotaciones de «revitalizador sagrado».
Este desligue de las normas habituales que tiene lugar durante el Carnaval puede parecer un símbolo de empoderamiento del pueblo, especialmente de las clases bajas o menos favorecidas, ya que supone una revolución contra el orden moral, social e incluso económico. Las consecuencias, sin embargo, no son determinantes ni permanentes, sino que finalmente se reducen a unos cambios que se enmarcan en un periodo de tiempo establecido y que a menudo es organizado y promovido por las propias autoridades (y clases altas) como manifestación interesada de ostentación y prestigio. Estaríamos, por tanto, ante una «transgresión autorizada» más que libertad real. De este modo se podría decir incluso que se consigue reforzar el orden establecido a través de periodos cíclicos de permisividad (relajación del pueblo).
Bibliografía
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BAJTIN, Mijail (1998). La cultura popular en la Edad Media y Renacimiento. Madrid: Alianza.
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FLORES MARTOS, J. A. (2001). “Un continente de Carnaval: etnografía crítica de Carnavales Americanos”, Anales del Museo de América, 9, 29-58.
MERINO QUIJANO, F. J. (2014). “El Carnaval Popular, ritos y ceremonias en tierras extremeñas”, Revista de historia, 1, 34-64.
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